Al Valle de los Reyes en bici
JACINTO ANTÓN · feb. 18, 2023
Llegar tres meses tarde al centenario del hallazgo de la tumba de Tutankamón se compensa si vas en bicicleta
He llegado tres meses tarde a la tumba de Tutankamón para el aniversario del descubrimiento, pero al menos lo he hecho en bicicleta. El centenario del hallazgo de la sepultura en el Valle de los Reyes (Luxor), un hito de la egiptología, se cumplió el pasado 4 de noviembre, aunque la importancia de la fecha (que es la de cuando los trabajadores descubrieron el primero de los escalones de piedra que descendían al sepulcro) resulta relativa si se tiene en cuenta que la excavación, el estudio y el vaciado del pequeño recinto atiborrado de tesoros requirieron cerca de 10 años, con muchos momentos culminantes.
Vamos, que llegar con un retrasillo tampoco es muy grave y menos si lo haces como yo en bici, con la emoción tan intacta como si el descubrimiento hubiera sido ayer y arribaras al Valle de los Reyes en pollino y con un telegrama arrugado en la mano. De natural cauteloso, la verdad es que no me hubiera imaginado nunca a mí mismo yendo al gran lugar de enterramiento de los faraones pedaleando en solitario por los sobrecogedores parajes que llevan hasta allí.
Desembarqué la noche anterior en el hotelito New Memnon de Luxor, en el West Bank, la zona de las necrópolis y los templos funerarios, agotado tras una escala de locos en El Cairo que me obligó a correr por los pasillos del aeropuerto como si fuera el fantasma de Belfegor. Haber llegado, un desayuno copioso y la excitación propia del lugar me incitaron a lanzarme la mañana siguiente a la aventura y el dueño del New Memnon, Sayed Farag El Nobe, se apresuró (es un decir) a conseguirme una vapuleada bicicleta de alquiler Galaxy roja que llegó al rato asombrosamente cruzada sobre el manillar de una moto. Sayed me señaló un atajo para ir hasta las excavaciones del proyecto Djehuty en Dra Abu el-Naga (objetivo oficial de mi viaje). El camino discurría por en medio de los campos en un ambiente digno de la expedición de socorro a Gordon Pachá en Jartum. Me persiguieron varios perros asilvestrados, me adelantó un campesino con galabiya y turbante a lomos de un borrico y observé dos martines pescadores píos.
En las excavaciones se me unió el escritor Nacho Ares, a la sazón también en bici, y decidimos ir juntos a la casa de Howard Carter, a tiro de piedra. Nacho es la persona ideal para pasear por Egipto porque conoce a mucha gente, regatea como nadie y siempre te presta unas libras egipcias a buen cambio cuando andas apurado; además, los chacales le pillarían a él antes. Componiendo una pareja de tanta solera como Carter y Carnarvon (Nacho de mecenas) nos dispersamos, cada uno a sus fetichismos, para visitar la casa-museo, que ha sido remozada con motivo del centenario del hallazgo de Tutankamón. Encontré que desde mi última visita la vivienda del descubridor había mejorado. Se exhiben cosas muy emocionantes, como una carta de agosto de 1923 dirigida a Howard Carter por su capataz Ahmed Grigar, interesándose por su salud. Con todo, lo que más me cautivó fue ver la jaula vacía que remite, claro, al famoso episodio de la cobra que se merendó al canario de Carter.
Mientras Nacho partía para otros quehaceres egiptológicos yo apreté los dientes, me dije “allá vamos, Tut”, y tomé la King Valley Road que tras pasar el amedrentador check point militar se mete en el desierto, zigzaguea entre altos riscos y desemboca en el Valle de los Reyes. En coche son cinco minutos, pero en bici, si vas solo y tienes mucha imaginación, resulta un trayecto muy impresionante (de unos 20 minutos, siempre y cuando no se te salga la cadena o te pares a observar una collalba negra o un escorpión). Pedaleé tragando saliva mientras las montañas devolvían el eco de los chirridos de mi bici y mis jadeos (la carretera va haciendo subida).
Me fui directo a la pequeña tumba de Tutankamón con la sensación de urgencia de quien llega tarde (30 siglos, 100 años y 3 meses). Bajé el tramo de 16 escalones, atravesé el corredor descendente y accedí a la antecámara para casi darme de bruces con una mujer que agitaba vehementemente un sistro. Me enteré luego por el vigilante de la tumba de que la visitante, una estadounidense majara, trataba de “purificar” la tumba de malas influencias. Una vez se marchó pude observar el recinto a mis anchas y ejecutar mis propios y más discretos rituales de aniversario, consistentes en leer unos párrafos del relato canónico de Howard Carter del descubrimiento. Lo hice con mi viejo ejemplar de La tumba de Tutankamón que tengo dedicado, a falta de por Carter, por (quién si no) Zahi Hawass.
Desde la vertiente periodística he de señalar que no hay en la tumba huella o información alguna del centenario. Todo está igual. No es que uno esperara una foto de la momia soplando velitas con el biznieto de lord Carnarvon, que vino, pero sí algún recordatorio del aniversario. Así que lo que queda es contemplar con piedad al ennegrecido Tut en su urna climatizada.
Me marché tras un buen rato, embargado de una sensación muy especial (“la familiaridad no puede disipar por completo la atmósfera de misterio ni el sentimiento de las fuerzas que yacen en la tumba, desaparecidas pero de algún modo presentes”). Fuera recogí un poco de arena y más prosaicamente me comí un plátano que llevaba en la mochila junto al nuevo libro de Joyce Tyldesley, Tutankamón, faraón, icono, enigma (Ático de los libros, 2023) que reivindica a Tut como un soberano competente. Y de repente ya estaba otra vez pedaleando. El sol se había puesto sobre los acantilados de la necrópolis que se teñía de un dorado majestuoso. Erguido en el sillín, lanzado a tumba abierta en el camino de vuelta (de bajada), era fácil sentirse como el faraón en su carro, cazando avestruces o hititas, el eterno Egipto bajo tus ruedas. Y mañana, inshallah, en bici al Ramesseum.
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