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19.3.23

El País Jacinto Antón: Dioses, tumbas y nazis

 

Dioses, tumbas y nazis: la mala relación del Tercer Reich con la egiptología

El antisemitismo y la obsesión del régimen hitleriano por el pasado de los pueblos arios supusieron un frenazo en Alemania al estudio de la antigua civilización faraónica, pese a lo que muestra ‘En busca del Arca perdida’


Cuando se piensa en los nazis y la egiptología, una relación muy mala, lo primero que nos viene a la cabeza a muchos es la requemada palma de la mano del ficticio agente de la Gestapo Toht en la que se le ha quedado grabado el medallón de Ra, clave para la localización del Arca de la Alianza en En busca del Arca perdida, la entrega inicial de las aventuras de Indiana Jones. El sádico Sturmbannführer Arnold Toht (el apellido tiene un guiño egipcio al recordar el nombre del dios escriba Thot, aunque este, consagrado a la sabiduría y la justicia, nunca se alinearía con la esvástica), es, con su indumentaria de cuero incluso en el desierto y su aire de Himmler pasado por los Monty Python, uno de los villanos más conseguidos de la serie de Indy. Forma parte del equipo de nazis embarcados en la búsqueda en Egipto de la preciosa (y letal) reliquia, un grupo que integran también otros dos oficiales, el Oberst (coronel) Herman Dietrich y su mano derecha el Major (comandante) Gobler. En el filme, Dietrich y Gobler están en 1936 al frente militarmente de las excavaciones en la antigua ciudad faraónica “perdida” de Tanis, al este del Delta del Nilo, para encontrar el bíblico artefacto, del que quiere apropiarse Hitler, informado de sus capacidades destructivas.

La imagen que muestra la película de Spielberg de tropas alemanas ataviadas como el Afrika Korps, metralletas Schmeisser y rifles en mano, vigilando el trabajo de cientos de obreros egipcios es un estupendo disparate egiptológico. El arqueólogo que codirige (civilmente) la excavación para los nazis es un francés, el archienemigo de Indy René Emile Belloq, puesto al servicio de Hitler. Es cierto que en esa época se excavaba en Tanis y que lo hacía un francés, pero no un mercenario sin escrúpulos como Belloq, sino un sabio abnegado y valiente, Pierre Montet (1885-1966), que había ganado la Croix de Guerre en la Primera Guerra Mundial. En 1939 Montet descubrió no el Arca perdida sino las tumbas de los reyes de las dinastías XXI y XXII, uno de los grandes hitos de la egiptología, comparable al descubrimiento en 1922 de la tumba de Tutankamón.

Pese a lo que cuenta la peli de Indiana Jones y a que la idea de Hitler de una excavación era sin duda de uniforme y tratando de apoderarse de algo (no muy diferente de invadir Polonia), los nazis tuvieron un interés muy menor por el Antiguo Egipto y la egiptología. De hecho, el principal interés que manifestaron por Egipto en general fue tratar de llevar los Panzer de Rommel hasta el Nilo y apropiarse del Canal de Suez. Y eso sólo porque vieron la oportunidad de desestabilizar al imperio británico en una zona que en realidad Hitler consideraba el espacio de los italianos, con un clima “debilitante” para la raza superior. Lo sintetizó diciendo: “Para nosotros la esfinge egipcia no tiene un interés particular” (Las conversaciones privadas de Hitler, Crítica, 2004).

La historia de la egiptología alemana en la época nazi estuvo marcada por el desprecio del régimen hacia lo meridional y africano y por el antisemitismo que llevó a que se marginase y expulsase de las universidades a los egiptólogos judíos. Antes de la llegada de Hitler al poder, Alemania estaba considerada un lugar importante de los estudios egiptológicos, y de hecho, celebridades como James Henry Breasted, que consiguió su licenciatura en la Universidad de Berlín (y, por cierto, fue una de las inspiraciones para el personaje de Indiana Jones), estudiaron en el país. El ministerio de Asuntos Exteriores financiaba el Instituto Arqueológico Alemán (con una sede en El Cairo), desde el que se desarrollaban importantes investigaciones. En el campo de la egiptología, recuerda Jason Thompson en Wonderful things, a history of egyptology (AUC Press, 2018), destacaban personalidades como el lingüista y epigrafista Kurt Sethe, Adolf Erman, que colaboró en desvelar la gramática de la escritura egipcia; Ludwig Borchardt, que había descubierto y llevado a Alemania el famoso busto de Nefertiti, o Heinrich Schäfer, con sus trabajos que abrieron nuevas perspectivas para comprender el arte egipcio. La llegada de los nazis que envenenó la disciplina como lo hizo con todos los ámbitos de la vida en Alemania, significó que historiadores afectos a sus ideas como Helmunt Berve, profesor de Historia Antigua en la Universidad de Leipzig, llegaran a cuestionar la existencia misma de la egiptología como área de estudio y animaran a concentrarse en el de “pueblos afines a nosotros en términos de raza y mentalidad”. Otros estudiosos proponían alinear la egiptología con los nuevos requerimientos de la ciencia nazi. Walther Wolf fue de los que aprovecharon los nuevos vientos para medrar y daba clases con el uniforme de las SA, de forma que no sabías si iba a hablarte del Tercer Periodo Intermedio o a cantarte el Tomorrow belongs to me.

Entre los egiptólogos que perdieron su puesto (a los que hay que sumar los que cayeron durante la guerra) figuran Herman Ranke, que había excavado con Borchardt y Herman Junker y enseñaba en Heidelberg, y Hans Wolfgang Müller, ambos a causa de tener esposas no arias. Paul Ernst Kahle fue expulsado en Bonn por contratar como asistente a un judío polaco. Hedwig Jenny Fechheimer-Simon, pionera en el estudio del arte egipcio y su influencia en la escultura moderna y miembro del comité de adquisiciones del Museo Egipcio de Berlín vio cómo le prohibían la entrada al centro por hebrea y, tras tratar de escapar de Alemania, se suicidó junto a su hermana en 1942. El mencionado Erman, la gran estrella de la egiptología alemana de la época, fue desprovisto de sus cargos y honores académicos por tener un abuelo judío. Otro gran estudioso, Georg Steindorff, fundador y director del Instituto Egiptológico de Leipzig escapó en 1939 a EE UU con lo puesto (que afortunadamente incluía su biblioteca especializada). Borchardt, como judío, observaba con horror el ascenso de los nazis, pero esos años vivía fuera de Alemania (murió en 1938 en París); su hermano Georg Hermann, escritor, fue asesinado en Auschwitz en 1943. En cuanto al gran Herman Junker, supo contemporizar e incluso se mostró partidario de la tesis de que las pirámides las habían construido en realidad antepasados de los alemanes.

No me resisto a señalar la relación de los nazis con La momia, la maravillosa película original de 1932. Su director Karl Freund, alemán de Bohemia radicado desde los 11 años en Berlín, desarrolló la primera parte de su carrera en Alemania (fue camarógrafo con Murnau, Lang y Lubitsch). Como judío tuvo la suerte de irse a trabajar a EE UU en 1929 pero su exmujer, Susette Liepmannssohn, y su hija, Gerda, se quedaron. La joven (véase el estupendo libro del 90 aniversario de La momia, Notorious, 2023) se involucró en actividades antinazis y el padre fue a rescatarla en 1937 y consiguió llevársela con él. En cambio, Susettte se quedó y fue deportada a Ravensbrück, donde murió en 1942. También la protagonista de La momia, la inolvidable Zita Johan, era, aunque rumana, de raíces alemanas (de los suabos del Banato) y desde jovencita estaba obsesionada con los libros del médium, ocultista y vidente estadounidense Edgar Cayce —que sostenía que bajo las garras de la Esfinge de Gizah se halla un “archivo de los secretos” que guarda conocimientos esotéricos—, lo que sin duda le ayudó a la actriz a crear su papel de la reencarnada Anck-es-en-Amon, objeto de los amores de Im-Ho-Tep (Boris Karloff).

Hitler, como queda dicho, estaba poco interesado en la historia del Antiguo Egipto y no era tampoco muy dado a las historias sobrenaturales, de misterios y momias que popularmente se asocian con la civilización faraónica. Los nazis más proclives a eso eran por naturaleza Himmler y Rudolph Hess (que además había nacido en Alejandría y al que en el partido llamaban “el yogui de Egipto”, por el yoga no por el oso). Interesados ambos, Himmler y Hess, en el esoterismo, el ocultismo y la parapsicología, al segundo es fácil imaginarlo vestido de sacerdote judío de mentirijillas como Belloq pero con las cejas sobresaliendo del Mitznéfet, la mitra, en la escena final de apertura del Arca, y al primero derritiéndose como Gestapo Toht por buscar lo que no debía. En todo caso, a Himmler le interesaban otras cosas no menos disparatadas como el Grial, la lanza de Longinos o el martillo de Thor pero que no se situaban en Egipto.

Arqueológicamente, los nazis preferían mirar al norte (Carelia, el Bohuslán sueco, Hedeby) y hacia las supuestas antiguas tierras de origen de los arios que les obsesionaban, como el Tíbet, adonde Himmler envió la famosa expedición capitaneada por Ernst Schäfer. La Ahnenerbe (Herencia Ancestral) de las SS y la Amt Rosenberg practicaron arqueología à la nazi, es decir con finalidades ideológicas y propagandísticas y que en general eran puro desatino. El Antiguo Egipto era un campo que no les atraía a los nazis. Algunas ideas de esa civilización, como el poder del faraón, la preminencia militar o la centralidad del Estado les podían interesar, pero en general los antiguos egipcios eran definitivamente un pueblo no ario y con creencias, aunque anteriores al detestado judeocristianismo, demasiado abigarradas para la mentalidad nacionalsocialista.

Akenatón, por ejemplo, egiptólogos pro-nazis como Wolf y Herman Kees, lo denostaron por poseer rasgos contrarios a la idea de la raza superior. Akenatón, sin embargo, como explica Dominic Montserrat en el apasionante Akhenatón, historia, fantasía y el Antiguo Egipto (Dilema 2022), sufrió también un intento de apropiación por parte de algunos sectores antisemitas y neopaganos que incluso trataron de verle un componente ario, estimulados por la imagen occidentalizada del faraón que construyeron egiptólogos fascinados con el personaje como James Henry Breasted y Arthur Weigall. Gustaba el ingrediente de pureza de su culto al sol y la relación que establecía como líder espiritual de su pueblo.

De hecho, lo contempló como prefiguración del Führer la devota de Hitler, simpatizante nazi, teósofa y espía Savitri Devi (1905-1982, en realidad francesa de orígenes griegos). Pero el propio Hitler difícilmente se identificaría a sí mismo con un personaje como el faraón de Amarna, que le interesaba tanto a Freud y cuya interpretación fue tan significativa para la historia del psicoanálisis. Por no hablar del aspecto grotesco de sus representaciones. Adolf Hitler era más del emperador Barbarroja Hohenstaufen y de Federico el Grande. Sin embargo, el líder nazi fue un inesperado defensor del busto de Nefertiti. Cuando Goering y otros mandatarios del Reich se mostraron partidarios de devolver la escultura a Egipto para favorecer las relaciones, Hitler salió al paso declarando tajantemente que “lo que el pueblo alemán tiene lo conserva” (por suerte Indy le birló el Arca). Dijo que había contemplado el busto muchas veces y que siempre le maravillaba, y que uno de sus sueños era instalar a Nefertiti en un nuevo museo egipcio en Berlín con una sala bajo una gran bóveda sólo para ella. Es curioso pensar que le gustaría cómo se encuentra ahora.

Hitler no estuvo nunca en Egipto, pero sí Joseph Goebbels, que hizo un sonado viaje relámpago al país del Nilo en 1939, cinco meses antes de declararse la Segunda Guerra Mundial. El ministro de Propaganda llegó al aeropuerto de El Cairo el 6 de abril a bordo de un Focke-Wulf Cóndor procedente de Rodas donde estaba de vacaciones. La visita, etiquetada como privada, provocó el entusiasmo de la colonia alemana y puso bastante nerviosos a los británicos, y no digamos a los judíos que vivían en Egipto. Goebbels se alojó en el Mena House, ofreció una recepción en la Casa Alemana en Boulak y una comida en la delegación de su país y, para lo que nos importa, visitó las pirámides de Giza, la necrópolis de Saqqara y el Museo Egipcio —aparte de recorrer, como todo turista, los mercados de Khan al-Khalili, donde compró varias cosas para su mujer Magda (seguramente para hacerse perdonar tantas aventuras  con actrices)—.


Dibujo de la época alusivo a la visita de Goebbels a Egipto.

Durante la visita a la Gran Pirámide le expresó (según las informaciones de prensa de la época) a su guía el mencionado y célebre profesor Herman Junker, a la sazón director del Deutsches Institut, su profunda admiración por la civilización del Antiguo Egipto, y lo volvió a hacer ante los objetos de oro de la tumba de Tutankamón en el museo de El Cairo. Incluso protagonizó un exaltado paseo en camello a la luz de la luna por las pirámides (algo que hubiera desaprobado Hitler, que alababa de Rommel que no sucumbiera a la tentación de subirse a un dromedario y evitara así la indecorosa foto pintoresca: el mariscal debía ir siempre en un blindado). No obstante, Goebbels no mostró el mismo entusiasmo por el Antiguo Egipto que el que puso de manifiesto al visitar Grecia en 1936 (Atenas, Delfos, y diversas excavaciones) y admirar las grandes realizaciones de los griegos (en la Acrópolis sintió estar en uno de “los sitios más nobles del arte nórdico”). En Egipto incluso comparó negativamente el esfuerzo “inútil” de construir las pirámides o la Esfinge con el “socialmente provechoso” de las autopistas del III Reich de Hitler o la funcionalidad de la Nueva Cancillería diseñada por Speer.

Un último detalle curioso: uno de los personajes que se enfrentaron a Hitler y del que se dice que era una verdadera bestia negra para el líder nazi fue un egiptólogo, el británico John Pendlebury, que había sido director de las excavaciones en Amarna y luego fue nombrado vicecónsul en Creta como cobertura de su trabajo en la inteligencia militar para enfrentar la invasión nazi de la isla, durante la que fue fusilado por los paracaidistas alemanes.

Ah, y no sería justo, aunque no fuera egiptólogo ni estrictamente nazi, olvidarse del conde Almásy. El personaje real que inspiró El paciente inglés, el explorador húngaro Lászlo Almásy, realizó operaciones especiales para el ejército alemán en el desierto durante la Segunda Guerra Mundial, llevó dos espías tras la líneas enemigas y nunca dejó de buscar bajo las arenas egipcias, en parte con gasolina de Rommel, el ejército perdido del rey persa Cambises.


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